viernes, 25 de noviembre de 2011

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viernes, 4 de noviembre de 2011

NACIMIENTO, INFANCIA Y JUVENTUD DE JESÚS

La natividad

Augusto César ocupaba el trono del imperio romano, y bastaba un movimiento de su dedo para poner en juego la maquinaría del gobierno sobre casi todo el mundo civilizado. Estaba orgulloso de su poder y riquezas, y era una de sus ocupaciones favoritas preparar un registro de las poblaciones y de los productos de sus vastos do­minios. Por esto promulgó un edicto, como dice Lucas el evangelista, "que toda la tierra fuese empadronada", o para expresar con más exactitud lo que las palabras quieren decir, que se hiciera un censo de todos sus súbditos, para que sirviera como base para futuras contri­buciones.
Uno de los países afectados por este decreto fue Palestina, cuyo rey, Herodes el Grande, era vasallo de Augusto. Esto puso a toda la tierra en movimiento; porque, de conformidad con la antigua costumbre judai­ca, el censo se tomaba, no en las localidades en donde los habitantes residieran sino en los lugares a que perte­necían como miembros de las doce tribus originales.
Entre las personas que el edicto de Augusto, desde lejos, arrojó a los caminos, estaba una humilde pareja de la villa de Nazaret de Galilea, José, carpintero de la aldea, y María, su esposa. Para inscribirse en el registro debido, tenían que hacer un viaje de unos 150 kilóme­tros, porque a pesar de ser aldeanos, tenían en sus venas la sangre de reyes y pertenecían a la antigua y real ciudad de Belén, en la parte meridional del país. Día por día la voluntad del emperador, como una mano invisible, los impulsaba hacia el sur, por el pesado camino, hasta que por fin ascendieron la pedregosa subida que conducía a la puerta de la población; él amedrentado de ansiedad, y ella casi muerta de fatiga.

Llegaron al mesón, pero lo hallaron atestado de forasteros que llevando el mismo negocio que ellos, habían llegado con anticipación. Ninguna casa abrió amistosa­mente sus puertas para recibirlos, y se resolvieron a preparar para su alojamiento un rincón del corral, que de otro modo hubiera sido ocupado por las bestias de los numerosos viajeros. Allí, en esa misma noche, ella dio a luz a su hijo primogénito; y por no haber una mano femenil que la ayudara, ni cama que lo recibiera, lo envolvió ella misma en pañales y lo acostó en un pesebre.

De esta manera fue el nacimiento de Jesús. Nunca comprendí bien lo patético de la escena hasta que, estando un día en el cuarto de un antiguo mesón de la población de Eisleben, en la Alemania Central, me dijeron que en ese mismo punto, cuatro siglos hacía, en medio del ruido de un día de mercado y la confusión de un mesón, la esposa del pobre minero Hans Lutero, que estuvo allí en un negocio, sorprendida como María por una angustia repentina, dio a luz, en medio de tristeza y pobreza, al niño que había de ser Martín Lutero, el héroe de la Reforma y el creador de la Europa moderna.

A la mañana siguiente, el ruido y la actividad comenzaron de nuevo en el mesón y en el corral. Los ciudada­nos de Belén seguían con sus ocupaciones; el empadrona­miento continuaba; y entre tanto el más grande suceso de la historia del mundo se había verificado. Nunca sabemos dónde pueda estarse iniciando el comienzo de una nueva época.    La venida de cada nueva alma al mundo es un misterio y un arca cerrada llena de posibilidades. Sólo José y María conocían el tremendo secreto; que sobre ella, la virgen rústica y esposa del carpintero, se había conferido la honra de serla madre de Aquel que era el Mesías de su raza, el Salvador del mundo y el Hijo de Dios.

Había sido predicho en la antigua profecía que el había de nacer en ese mismo punto: "Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel". El decreto del soberbio emperador hizo caminar hacia el sur a la fatigada pareja; pero otra mano los iba guiando, la de Aquel que encamina los intentos de emperadores y reyes, de estadistas y parlamentos, para llevar a cabo Sus propios propósitos, aunque ellos no lo conozcan. Los guiaba él que endureció el corazón de Faraón, llamó a Ciro como esclavo a sus pies, hizo del poderoso Nabucodonosor siervo suyo, y de la misma manera podía dominar para su magno propósito la soberbia y la ambición de Augusto César.
 
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