sábado, 4 de junio de 2011

EL BAUTISMO DE JESUS

Jesús no vino ante la nación, de su retiro de Nazaret, sin una nota de aviso. Puede decirse que su obra fue comenzada antes de que él pusiera mano a ella.




Una vez más, antes de oír la voz de su Mesías, la nación había de escuchar la voz de la profecía, callada durante tanto tiempo. Por todo el país corrían nuevas de que en el desierto de Judea había aparecido un predicador; no como los que repetían en las sinagogas las ideas de hombres ya muertos, ni como los cortesanos y lisonjeros maestros de Jerusalén, sino un hombre rudo y fuerte, que hablaba de corazón a corazón, con la autoridad de uno que está seguro de su inspiración.

Juan había sido nazareno desde su nacimiento; había vivido años enteros en el desierto, vagando en comunión con su propio corazón por las solitarias riberas del Mar Muerto. Vestía el manto de pelo y el cinto de cuero de los antiguos profetas, y su rigor ascético no buscaba ali­mento más delicado que langostas y miel silvestre que hallaba en el desierto. Sin embargo, conocía bien lo que es el hombre. Estaba informado de todos los males de la época, de la hipocresía de los partidos religiosos, y de la corrupción de las masas; poseía un poder maravilloso para escudriñar el corazón y conmover la conciencia, y sin temor alguno descubría los pecados favoritos de todas las clases sociales.

Pero lo que más llamó la atención hacia él, e hizo vibrar todo corazón judaico de un cabo del país al otro, era el mensaje que traía. Este no era otra cosa que manifestar que estaba para venir el Mesías, y que iba a establecer el reino de Dios. Toda Jerusalén salía a él. Los fariseos estaban ansiosos de oír las nuevas mesiánicas, y aun los saduceos fueron despertados momentáneamente de su letargo. Multitudes venían de las provincias para oír su predicación, y los esparcidos y ocultos individuos que ansiaban y oraban por la redención de Israel se congregaban para dar la bienvenida a la conmovedora promesa.

Pero a la vez que este mensaje, Juan traía otro, que en diferentes almas despertaba muy diferentes sentimientos. Decía a sus oyentes que la nación en general no estaba preparada para recibir al Mesías; que el simple hecho de descender de Abraham no sería motivo suficiente para que fuesen admitidos a su reino, sino que había de ser un reino de justicia y de santidad, y que la primera obra de Cristo sería rechazar a todos aquellos que no fuesen caracterizados por estas cualidades, así como el agricultor arroja con su aventador la paja y el hortelano corta todo árbol que no da fruto. Por esto llamaba a la nación en general—a toda clase y a todo individuo—al arrepentimiento, mientras todavía había tiempo, como una preparación indispensable para gozar de las bendiciones de la nueva época. Como signo externo de este cambio interior, bautizaba en el Jordán a todos aquellos que recibían con fe su mensaje. Muchos fueron movidos por el temor y la esperanza y se sometieron al rito, pero eran muchos más los que se irritaban por la exposición de sus pecados y se retiraban llenos de ira e incredulidad. Entre éstos estaban los fariseos hacia los cuales él era especialmente severo, y quienes se ofendieron hondamente porque él tenía en tan poco aprecio la descendencia de Abraham a la cual ellos daban tanta importancia.

Un día apareció entre los oyentes del Bautista, uno que llamó su atención de una manera especial, e hizo temblar su voz que nunca había vacilado mientras denun­ciaba en lenguaje enérgico a los más elevados maestros y sacerdotes de la nación. Y cuando éste se presentó, después de concluido el discurso, entre los candidatos para el bautismo, Juan retrocedió. Comprendía que a éste no correspondía el baño de arrepentimiento que no vacilaba en aplicar a todos los otros, y que él mismo no tenía derecho para bautizarlo. Había en el semblante del candidato una majestad, una pureza, una paz, que hirió a este hombre duro como una roca, con un sentimiento de indignidad y de pecado. Era Jesús, que había venido directamente acá, de la carpintería de Nazaret.

Parece que Juan y Jesús no se habían visto antes, aunque sus familias tenían parentesco, y la conexión entre sus carreras había sido predicha antes de su naci­miento. Esto puede haber sido debido a la distancia entre sus respectivos hogares en Galilea y en Judea, y aún más a los hábitos peculiares de Juan. Pero cuando, obedeciendo al mandato de Jesús, procedió Juan a la administración del rito, llegó a entender la significación de la abrumadora impresión que el desconocido había hecho sobre él; porque le fue dado el signo por el cual, como Dios le había indicado, había de conocer al Mesías, de quien él era precursor. El Espíritu Santo descendió sobre Jesús, al tiempo que salía del agua en actitud de oración, y la voz de Dios en el trueno lo anunció como su Hijo amado.

La impresión hecha en Juan por la simple mirada de Jesús revela mucho mejor que lo que harían muchas palabras, cuál era su aspecto cuando iba a comenzar su obra, y las cualidades del carácter que había estado madurándose en Nazaret hasta su perfecto desarrollo.

El bautismo mismo tenía una significación importante para Jesús. Para los demás candidatos que lo recibieron, el rito tenía un significado doble. Indicaba el abandono de sus pecados anteriores, y su entrada en la nueva era mesiánica. Para Jesús no podía tener la primera de estas significaciones, sino en tanto que él se hubiera identificado con su nación, adoptando este modo de expresar su convicción de la necesidad que ella tenía de ser purificada. Pero significaba que también estaba ya entrando por esta puerta a la nueva época de la cual él mismo iba a ser el autor. Este acto expresaba su idea de que había llegado el tiempo en que debía abandonar las ocupacio­nes de Nazaret y dedicarse a su obra especial.

Pero aun más importante fue el descenso del Espíritu Santo sobre él. No era ésta una vana manifestación, ni simplemente una indicación para el Bautista. Era el símbolo de un don especial, dado entonces, para prepararlo para su obra, y para culminación del prolongado desarrollo de sus facultades peculiares.

Es una verdad que se olvida con frecuencia, que el carácter humano de Jesús dependía, desde el principio hasta el fin, del Espíritu Santo. Estamos inclinados a imaginarnos que la conexión entre este carácter y la naturaleza divina hacía esto innecesario. Al contrario, lo hacía mucho más necesario, porque para ser órgano de su naturaleza divina, su naturaleza humana debía estar investida de dones supremos, y sostenida constantemente por el ejercicio de ellos. Estamos acostumbrados a atribuir la sabiduría y gracia de sus palabras, su conocimiento sobrenatural aun de los pensamientos de los hombres, y los milagros que hacía, a su naturaleza divina. Pero en los Evangelios tales prerrogativas se atribuyen constante­mente al Espíritu Santo. Esto no significa que eran independientes de su naturaleza divina, sino que en ellos su naturaleza humana fue capacitada mediante un don especial del Espíritu Santo, para ser el instrumento de su naturaleza divina. Este don le fue dado en su bautismo. Era análogo al posesionamiento de los profetas, tales como Isaías y Jeremías, por el Espíritu de inspiración en aquellas ocasiones de que han dejado el relato, en que fueron llamados a iniciar su vida pública. Es análogo también al derramamiento especial de la misma influen­cia que reciben a veces en su ordenación, aquellos que van a comenzar la obra de su ministerio. Pero a él le fue dado sin medida, mientras que a otros siempre ha sido dado sólo en cierta medida; y comprendía especialmente el don de poderes milagrosos.
 
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