martes, 4 de octubre de 2011

EL GRUPO ALREDEDOR DEL NIÑO

Aunque Jesús hizo su entrada al teatro de la vida de una manera tan humilde y silenciosa; aunque los ciudadanos de Belén ni soñaban lo que pasaba entre ellos; aunque el emperador de Roma ignoraba que su decreto había tenido que ver con el nacimiento de un rey que había de reinar no sólo sobre el mundo romano, sino también sobre muchas tierras en donde las águilas romanas no llegaron jamás; aunque a la mañana siguiente la historia del mundo seguía ruidosamente las vías de sus intereses ordinarios, completamente inconsciente del suceso que acababa de verificarse, sin embargo, este acontecimiento no pudo dejar del todo de llamar la atención. Tal como la criatura saltó en el vientre de la anciana Elizabet cuando se le acercó la madre del Señor, así cuando apareció Aquel que traía consigo un mundo nuevo, anticipaciones y presagios de la verdad nacieron en varios de los representantes del mundo antiguo que había de desapa­recer. Aquí y allá, un temblor indefinido y apenas per­ceptible, conmovió a almas sensibles que estaban en espera, y las reunió alrededor de la cuna del niño. ¡Ved al grupo que se juntó para mirarle! Representa en miniatura toda su historia futura.

Primero vinieron los pastores, de los campos vecinos. Lo que no fue visto por los reyes y los grandes del mundo, fue motivo que arrebató a los príncipes del cielo hasta hacerles romper los límites de la invisibilidad con que se revisten, para expresar su gozo y explicar la significación del gran suceso. Y buscando los corazones más dignos para comunicarlo, los hallaron en estos sencillos pastores, que pasaban una vida de contemplación y ora­ción en los campos llenos de instructivos recuerdos; en donde Jacob había guardado sus rebaños, donde Booz y Rut se casaron, y David, el personaje máximo del Antiguo Testamento, pasó su juventud. Allí aprendían éstos, por el estudio de los secretos y necesidades de sus pro­pios corazones, mucho más, tocante a la naturaleza del Salvador venidero, que lo que pudiera aprender el fariseo en medio de la pompa religiosa del templo, o el escriba hurgando a ciegas en las profecías del Antiguo Testamento. El ángel los dirigió a donde estaba el Salvador, y se apresuraron a ir a la aldea para hallarlo. Eran represen­tantes de la gente aldeana "de corazón bueno y recto" que más tarde formó la mayor parte de sus discípulos.
Después de ellos vinieron Simeón y Ana, representantes de los devotos e inteligentes escrutadores de las Escrituras que en aquel tiempo esperaban que apareciera el Mesías, y después vinieron a ser algunos de sus más fieles adherentes
Al octavo día después de su nacimiento, el niño fue circuncidado, "conforme a la ley", ingresó en el pacto y con su propia sangre escribió su nombre en la lista de la nación. Poco después, cuando terminaron los días de la purificación de María, lo llevaron de Belén a Jerusalén para presentarlo al Señor en el templo. Era "el Señor del templo entrando al templo del Señor"; pero pocos de los que visitaban el sagrado recinto deben de haber recibido menos atención por parte de los sacerdotes, porque María, en vez de ofrecer el sacrificio que era usual en semejantes casos, sólo pudo ofrecer dos tórto­las, la ofrenda de los pobres.



Sin embargo, había ojos que observaban, sin ser deslumbrados por la ostentación y el brillo del mundo, ante los cuales la pobreza del niño no lo ocultaba. Simeón, el anciano santo, que en respuesta a sus oraciones había recibido promesa secreta de que no moriría sin que hubiera visto al Mesías, encontró a los padres con el niño. Como un rayo pasó por su inteligencia la idea de que éste, por fin, era Aquél; y tomándolo en sus brazos, alabó a Dios por la venida de la luz que iba a ser reve­lada a los gentiles y la gloria de su pueblo Israel.
Mientras hablaba, otro testigo entró en el grupo. Era Ana, viuda piadosa que literalmente moraba en los atrios del Señor y había limpiado la vista de su espíritu con la eufrasia y la ruda de la oración y el ayuno, hasta que pudo traspasar con una mirada profética el velo del sentido. Agregó su testimonio al del anciano, alabando a Dios y confirmando el tremendo secreto a las otras almas que estaban en espera y en busca de la redención de Israel.
Los pastores y estos ancianos santos estaban cerca del punto en que el nuevo poder entraba al mundo. Pero el mismo suceso conmovió a almas susceptibles que estaban a una distancia mucho mayor. Es probable que fuera después de la presentación en el templo y después que sus padres habían vuelto a Belén, adonde querían fijar su residencia en vez de Nazaret, que Jesús fue visitado por los sabios del Oriente. Estos eran miembros de la clase instruida conocida por el nombre de magos, depositarios de la ciencia, la filosofía, la habilidad médica y los misterios religiosos de los países de más allá del Eufrates.
Tácito, Suetonio y Josefo nos dicen que prevalecía, en las regiones de donde vinieron los magos, una expectación general di que un gran rey iba a levantarse en Judea. Sabemos también, por los cálculos del gran as­trónomo Kepler, que en ese mismo tiempo se veía en el cielo una brillante estrella temporaria. Los magos se dedicaban con ardor al estudio de la astrología y creían que todo fenómeno extraordinario en el cielo era señal de algún suceso notable en la tierra; y es posible que, viendo alguna relación entre esta estrella, a la cual indudablemente su atención estaba activamente dirigida, y esa expectación general de que hablan los antiguos historiadores, se dirigieran hacia el Occidente para ver si esta esperanza había sido cumplida. Pero debe de haberse despertado en ellos un deseo más profundo, al que Dios respondió. Si su indagación comenzó por la curiosidad y la especulación científica, Dios la condujo en adelante hasta llegar a la verdad perfecta.
Este es su modo de actuar siempre. En vez de increpar a los imperfectos, él nos habla en lenguaje que comprendemos, aunque exprese su idea muy imperfec­tamente y de este modo nos conduce a la verdad perfecta. De la misma manera que hizo uso de la astro­logía para conducir a la astronomía, y de la alquimia para conducir a la química, y tal como el Renacimiento literario precedió a la Reforma, así él empleó la erudición de estos hombres, que era mitad error y superstición, para conducirnos a la luz del mundo. La visita de ellos era una profecía de cómo, en el futuro, el mundo gentil recibiría la doctrina y salvación divinas y traería sus riquezas y talentos, su ciencia y filosofía para ofrecerlos a los pies de Jesús.
Todos éstos se colocaron alrededor del niño para ado­rarle; los pastores con su sencilla admiración, Simeón y Ana con la reverencia aumentada por la sabiduría y la piedad de largos años, y por último los Magos con sus valiosos dones del Oriente y sus almas preparadas para recibir la instrucción. Pero mientras estos ilustres adoradores contemplan al niño, podemos ver con la imaginación cómo aparece tras ellos, un semblante siniestro y asesino.
Este era Herodes. Este príncipe ocupaba entonces el trono de la nación, el trono de David y de los Macabeos. Era un usurpador extranjero de baja cuna; sus súbditos lo aborrecían, y ocupaba el trono solamente por el favor de los romanos. Era capaz, ambicioso y espléndido. Sin embargo, tenía un alma tan cruel, astuta, sombría e impura, que solamente podía encontrarse entre los tiranos de los países orientales. Había sido culpable de todos los crímenes, y había por decirlo así hecho nadar su palacio en la sangre de su esposa, de sus tres hijos, y de muchos de sus parientes. Ahora en su vejez estaba atormentado por las enfermedades, los remordimientos, el odio del pueblo, y el cruel temor que le causaba el pensamiento de que se levantara un aspirante al trono que él había usurpado.
 Los magos habían tenido que llegar a la capital para preguntar dónde había de nacer Aquel cuya estrella habían visto en el Oriente. Esta pregunta hirió a Herodes en su punto más susceptible, pero con diabólica hipocresía ocultó sus temores. Habiendo sabido por los sacerdotes que el Mesías nacería en Belén, hacia allá dirigió a los extranjeros e hizo de modo que volviesen y le dijeran con exactitud dónde se encontraba el nuevo Rey, a quien esperaba destruir de un solo golpe. Sus planes fueron frustrados. Los magos, amonestados por Dios para que no volviesen, regresaron a su país por otro camino.
Entonces su furia estalló como tempestad y envió sus soldados a que matasen en la ciudad de Belén a todos los niños de dos años abajo. Tan fácil le hubiera sido hender una montaña de diamante como cortar la cadena de los designios divinos. Metió su espada al nido, pero ya el pájaro había volado. José y María huyeron con el niño a Egipto y allí permanecieron hasta la muerte de Herodes. Volvieron después, y residieron en Nazaret, siendo amonestados que no fueran a Belén, porque allí hubieran estado en los territorios de Arquelao, hijo de Herodes y semejante a su sanguinario padre. El semblante asesino de Herodes, contemplando de una manera malévola al niño, era una triste profecía de cómo los poderosos del mundo habían de perseguirlo y cortar su vida de sobre la tierra.
 
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