viernes, 25 de noviembre de 2011

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viernes, 4 de noviembre de 2011

NACIMIENTO, INFANCIA Y JUVENTUD DE JESÚS

La natividad

Augusto César ocupaba el trono del imperio romano, y bastaba un movimiento de su dedo para poner en juego la maquinaría del gobierno sobre casi todo el mundo civilizado. Estaba orgulloso de su poder y riquezas, y era una de sus ocupaciones favoritas preparar un registro de las poblaciones y de los productos de sus vastos do­minios. Por esto promulgó un edicto, como dice Lucas el evangelista, "que toda la tierra fuese empadronada", o para expresar con más exactitud lo que las palabras quieren decir, que se hiciera un censo de todos sus súbditos, para que sirviera como base para futuras contri­buciones.
Uno de los países afectados por este decreto fue Palestina, cuyo rey, Herodes el Grande, era vasallo de Augusto. Esto puso a toda la tierra en movimiento; porque, de conformidad con la antigua costumbre judai­ca, el censo se tomaba, no en las localidades en donde los habitantes residieran sino en los lugares a que perte­necían como miembros de las doce tribus originales.
Entre las personas que el edicto de Augusto, desde lejos, arrojó a los caminos, estaba una humilde pareja de la villa de Nazaret de Galilea, José, carpintero de la aldea, y María, su esposa. Para inscribirse en el registro debido, tenían que hacer un viaje de unos 150 kilóme­tros, porque a pesar de ser aldeanos, tenían en sus venas la sangre de reyes y pertenecían a la antigua y real ciudad de Belén, en la parte meridional del país. Día por día la voluntad del emperador, como una mano invisible, los impulsaba hacia el sur, por el pesado camino, hasta que por fin ascendieron la pedregosa subida que conducía a la puerta de la población; él amedrentado de ansiedad, y ella casi muerta de fatiga.

Llegaron al mesón, pero lo hallaron atestado de forasteros que llevando el mismo negocio que ellos, habían llegado con anticipación. Ninguna casa abrió amistosa­mente sus puertas para recibirlos, y se resolvieron a preparar para su alojamiento un rincón del corral, que de otro modo hubiera sido ocupado por las bestias de los numerosos viajeros. Allí, en esa misma noche, ella dio a luz a su hijo primogénito; y por no haber una mano femenil que la ayudara, ni cama que lo recibiera, lo envolvió ella misma en pañales y lo acostó en un pesebre.

De esta manera fue el nacimiento de Jesús. Nunca comprendí bien lo patético de la escena hasta que, estando un día en el cuarto de un antiguo mesón de la población de Eisleben, en la Alemania Central, me dijeron que en ese mismo punto, cuatro siglos hacía, en medio del ruido de un día de mercado y la confusión de un mesón, la esposa del pobre minero Hans Lutero, que estuvo allí en un negocio, sorprendida como María por una angustia repentina, dio a luz, en medio de tristeza y pobreza, al niño que había de ser Martín Lutero, el héroe de la Reforma y el creador de la Europa moderna.

A la mañana siguiente, el ruido y la actividad comenzaron de nuevo en el mesón y en el corral. Los ciudada­nos de Belén seguían con sus ocupaciones; el empadrona­miento continuaba; y entre tanto el más grande suceso de la historia del mundo se había verificado. Nunca sabemos dónde pueda estarse iniciando el comienzo de una nueva época.    La venida de cada nueva alma al mundo es un misterio y un arca cerrada llena de posibilidades. Sólo José y María conocían el tremendo secreto; que sobre ella, la virgen rústica y esposa del carpintero, se había conferido la honra de serla madre de Aquel que era el Mesías de su raza, el Salvador del mundo y el Hijo de Dios.

Había sido predicho en la antigua profecía que el había de nacer en ese mismo punto: "Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel". El decreto del soberbio emperador hizo caminar hacia el sur a la fatigada pareja; pero otra mano los iba guiando, la de Aquel que encamina los intentos de emperadores y reyes, de estadistas y parlamentos, para llevar a cabo Sus propios propósitos, aunque ellos no lo conozcan. Los guiaba él que endureció el corazón de Faraón, llamó a Ciro como esclavo a sus pies, hizo del poderoso Nabucodonosor siervo suyo, y de la misma manera podía dominar para su magno propósito la soberbia y la ambición de Augusto César.

martes, 4 de octubre de 2011

EL GRUPO ALREDEDOR DEL NIÑO

Aunque Jesús hizo su entrada al teatro de la vida de una manera tan humilde y silenciosa; aunque los ciudadanos de Belén ni soñaban lo que pasaba entre ellos; aunque el emperador de Roma ignoraba que su decreto había tenido que ver con el nacimiento de un rey que había de reinar no sólo sobre el mundo romano, sino también sobre muchas tierras en donde las águilas romanas no llegaron jamás; aunque a la mañana siguiente la historia del mundo seguía ruidosamente las vías de sus intereses ordinarios, completamente inconsciente del suceso que acababa de verificarse, sin embargo, este acontecimiento no pudo dejar del todo de llamar la atención. Tal como la criatura saltó en el vientre de la anciana Elizabet cuando se le acercó la madre del Señor, así cuando apareció Aquel que traía consigo un mundo nuevo, anticipaciones y presagios de la verdad nacieron en varios de los representantes del mundo antiguo que había de desapa­recer. Aquí y allá, un temblor indefinido y apenas per­ceptible, conmovió a almas sensibles que estaban en espera, y las reunió alrededor de la cuna del niño. ¡Ved al grupo que se juntó para mirarle! Representa en miniatura toda su historia futura.

Primero vinieron los pastores, de los campos vecinos. Lo que no fue visto por los reyes y los grandes del mundo, fue motivo que arrebató a los príncipes del cielo hasta hacerles romper los límites de la invisibilidad con que se revisten, para expresar su gozo y explicar la significación del gran suceso. Y buscando los corazones más dignos para comunicarlo, los hallaron en estos sencillos pastores, que pasaban una vida de contemplación y ora­ción en los campos llenos de instructivos recuerdos; en donde Jacob había guardado sus rebaños, donde Booz y Rut se casaron, y David, el personaje máximo del Antiguo Testamento, pasó su juventud. Allí aprendían éstos, por el estudio de los secretos y necesidades de sus pro­pios corazones, mucho más, tocante a la naturaleza del Salvador venidero, que lo que pudiera aprender el fariseo en medio de la pompa religiosa del templo, o el escriba hurgando a ciegas en las profecías del Antiguo Testamento. El ángel los dirigió a donde estaba el Salvador, y se apresuraron a ir a la aldea para hallarlo. Eran represen­tantes de la gente aldeana "de corazón bueno y recto" que más tarde formó la mayor parte de sus discípulos.
Después de ellos vinieron Simeón y Ana, representantes de los devotos e inteligentes escrutadores de las Escrituras que en aquel tiempo esperaban que apareciera el Mesías, y después vinieron a ser algunos de sus más fieles adherentes
Al octavo día después de su nacimiento, el niño fue circuncidado, "conforme a la ley", ingresó en el pacto y con su propia sangre escribió su nombre en la lista de la nación. Poco después, cuando terminaron los días de la purificación de María, lo llevaron de Belén a Jerusalén para presentarlo al Señor en el templo. Era "el Señor del templo entrando al templo del Señor"; pero pocos de los que visitaban el sagrado recinto deben de haber recibido menos atención por parte de los sacerdotes, porque María, en vez de ofrecer el sacrificio que era usual en semejantes casos, sólo pudo ofrecer dos tórto­las, la ofrenda de los pobres.



Sin embargo, había ojos que observaban, sin ser deslumbrados por la ostentación y el brillo del mundo, ante los cuales la pobreza del niño no lo ocultaba. Simeón, el anciano santo, que en respuesta a sus oraciones había recibido promesa secreta de que no moriría sin que hubiera visto al Mesías, encontró a los padres con el niño. Como un rayo pasó por su inteligencia la idea de que éste, por fin, era Aquél; y tomándolo en sus brazos, alabó a Dios por la venida de la luz que iba a ser reve­lada a los gentiles y la gloria de su pueblo Israel.
Mientras hablaba, otro testigo entró en el grupo. Era Ana, viuda piadosa que literalmente moraba en los atrios del Señor y había limpiado la vista de su espíritu con la eufrasia y la ruda de la oración y el ayuno, hasta que pudo traspasar con una mirada profética el velo del sentido. Agregó su testimonio al del anciano, alabando a Dios y confirmando el tremendo secreto a las otras almas que estaban en espera y en busca de la redención de Israel.
Los pastores y estos ancianos santos estaban cerca del punto en que el nuevo poder entraba al mundo. Pero el mismo suceso conmovió a almas susceptibles que estaban a una distancia mucho mayor. Es probable que fuera después de la presentación en el templo y después que sus padres habían vuelto a Belén, adonde querían fijar su residencia en vez de Nazaret, que Jesús fue visitado por los sabios del Oriente. Estos eran miembros de la clase instruida conocida por el nombre de magos, depositarios de la ciencia, la filosofía, la habilidad médica y los misterios religiosos de los países de más allá del Eufrates.
Tácito, Suetonio y Josefo nos dicen que prevalecía, en las regiones de donde vinieron los magos, una expectación general di que un gran rey iba a levantarse en Judea. Sabemos también, por los cálculos del gran as­trónomo Kepler, que en ese mismo tiempo se veía en el cielo una brillante estrella temporaria. Los magos se dedicaban con ardor al estudio de la astrología y creían que todo fenómeno extraordinario en el cielo era señal de algún suceso notable en la tierra; y es posible que, viendo alguna relación entre esta estrella, a la cual indudablemente su atención estaba activamente dirigida, y esa expectación general de que hablan los antiguos historiadores, se dirigieran hacia el Occidente para ver si esta esperanza había sido cumplida. Pero debe de haberse despertado en ellos un deseo más profundo, al que Dios respondió. Si su indagación comenzó por la curiosidad y la especulación científica, Dios la condujo en adelante hasta llegar a la verdad perfecta.
Este es su modo de actuar siempre. En vez de increpar a los imperfectos, él nos habla en lenguaje que comprendemos, aunque exprese su idea muy imperfec­tamente y de este modo nos conduce a la verdad perfecta. De la misma manera que hizo uso de la astro­logía para conducir a la astronomía, y de la alquimia para conducir a la química, y tal como el Renacimiento literario precedió a la Reforma, así él empleó la erudición de estos hombres, que era mitad error y superstición, para conducirnos a la luz del mundo. La visita de ellos era una profecía de cómo, en el futuro, el mundo gentil recibiría la doctrina y salvación divinas y traería sus riquezas y talentos, su ciencia y filosofía para ofrecerlos a los pies de Jesús.
Todos éstos se colocaron alrededor del niño para ado­rarle; los pastores con su sencilla admiración, Simeón y Ana con la reverencia aumentada por la sabiduría y la piedad de largos años, y por último los Magos con sus valiosos dones del Oriente y sus almas preparadas para recibir la instrucción. Pero mientras estos ilustres adoradores contemplan al niño, podemos ver con la imaginación cómo aparece tras ellos, un semblante siniestro y asesino.
Este era Herodes. Este príncipe ocupaba entonces el trono de la nación, el trono de David y de los Macabeos. Era un usurpador extranjero de baja cuna; sus súbditos lo aborrecían, y ocupaba el trono solamente por el favor de los romanos. Era capaz, ambicioso y espléndido. Sin embargo, tenía un alma tan cruel, astuta, sombría e impura, que solamente podía encontrarse entre los tiranos de los países orientales. Había sido culpable de todos los crímenes, y había por decirlo así hecho nadar su palacio en la sangre de su esposa, de sus tres hijos, y de muchos de sus parientes. Ahora en su vejez estaba atormentado por las enfermedades, los remordimientos, el odio del pueblo, y el cruel temor que le causaba el pensamiento de que se levantara un aspirante al trono que él había usurpado.
 Los magos habían tenido que llegar a la capital para preguntar dónde había de nacer Aquel cuya estrella habían visto en el Oriente. Esta pregunta hirió a Herodes en su punto más susceptible, pero con diabólica hipocresía ocultó sus temores. Habiendo sabido por los sacerdotes que el Mesías nacería en Belén, hacia allá dirigió a los extranjeros e hizo de modo que volviesen y le dijeran con exactitud dónde se encontraba el nuevo Rey, a quien esperaba destruir de un solo golpe. Sus planes fueron frustrados. Los magos, amonestados por Dios para que no volviesen, regresaron a su país por otro camino.
Entonces su furia estalló como tempestad y envió sus soldados a que matasen en la ciudad de Belén a todos los niños de dos años abajo. Tan fácil le hubiera sido hender una montaña de diamante como cortar la cadena de los designios divinos. Metió su espada al nido, pero ya el pájaro había volado. José y María huyeron con el niño a Egipto y allí permanecieron hasta la muerte de Herodes. Volvieron después, y residieron en Nazaret, siendo amonestados que no fueran a Belén, porque allí hubieran estado en los territorios de Arquelao, hijo de Herodes y semejante a su sanguinario padre. El semblante asesino de Herodes, contemplando de una manera malévola al niño, era una triste profecía de cómo los poderosos del mundo habían de perseguirlo y cortar su vida de sobre la tierra.

domingo, 4 de septiembre de 2011

SU HOGAR

Sabemos cuáles fueron las influencias del hogar en que fue educado. Su hogar era uno de aquellos que hacían la gloria de su país como la hacen de los nuestros, hogares de piadosos e inteligentes artesanos. José, el jefe de la familia, era un hombre sabio y santo; pero el hecho de que no se le menciona en el resto de la vida de Jesús ha hecho que se crea generalmente que murió durante la juventud de Cristo, dejando a es e el cuidado de la familia.




Su madre probablemente ejerció la más decisiva de todas las influencias exteriores sobre el desarrollo de Jesús. Lo que era ella puede inferirse del hecho de haber sido escogida de entre todas las mujeres del mundo, para ser coronada con el más alto honor que a una mujer pudiera concedérsele. El cántico que de ella nos queda, tocante a su gran privilegio, nos la presenta como un alma religiosa, rebosante de fervor poético y de patriotismo, y como una mujer que estudiaba las Escrituras y especialmente lo relativo a las mujeres célebres, porque está saturado del Antiguo Testamento y amoldado sobre el cántico de Ana. Ella no fue una reina milagrosa de los cielos, como la califica la superstición, sino una mujer pura, eminentemente santa, amante y de alma elevada. No necesita ella más aureola. Bajo el influjo del amor de María crecía Jesús, que igualmente la amaba con amor ardiente.

Había otros miembros de la familia; tenía hermanos y hermanas. De dos de ellos, Santiago y Judas, tenemos Epístolas en las Escrituras, y por ellas podemos conocer sus caracteres. Tal vez no sea irreverente inferir del tono severo de sus escritos, que en el estado de incredulidad deben de haber sido de carácter duro y poco simpático. Nunca creyeron en Jesús durante su vida y probablemente no fueron sus compañeros muy íntimos en Nazaret. Es probable que estuvo solo la mayor parte del tiempo, y lo patético de su dicho que "no hay profeta sin honra sino en su tierra y en su casa" tuvo también aplicación aun antes de que él iniciara su ministerio.

jueves, 4 de agosto de 2011

INFLUENCIA EDUCATIVA

Jesús recibió su educación en casa, o tal vez en la de algún escriba de la sinagoga de la aldea; pero fue solamente la educación de un pobre. Como decían con desprecio los escribas, "nunca había aprendido", o como nosotros diríamos, no era graduado de ninguna institución. Esto es cierto; pero el amor al saber se había despertado en él en edad muy temprana. Todos los días experimentaba la alegría que produce la buena y profunda meditación. Tenía la mejor clave para adquirir conocimientos: la inteligencia lista y el corazón amante; y los tres grandes libros: la Biblia, el Hombre, y la Naturaleza, estaban abiertos delante de el.
Es fácil comprender el entusiasmo ferviente con que Jesús se dedicó al estudio del Antiguo Testamento. Sus dichos, llenos de citas de él, nos dan una prueba muy convincente de que este estudio formaba, por decirlo así, el alimento de su inteligencia y el consuelo de su alma. El estudio que hizo de las Escriturasen su juventud fue el secreto de la admirable facilidad con que hacía uso de ellas en lo sucesivo para enriquecer su predicación y reforzar su doctrina, para resistir los asaltos de sus opositores, y para vencer las tentaciones del maligno.
Las citas que hizo Jesús de aquellas Escrituras nos indican también que las leyó en el original hebreo y no en la versión griega que se usaba generalmente. El hebreo era idioma muerto aun en Palestina, tal como actualmente lo es el latín en Italia; pero era natural que él deseara leer las Escrituras en las mismas palabras en que fueron escritas. Aquellos que no han logrado tener una buena educación, pero que con muchas dificultades han logrado aprender lo suficiente del griego para leer el Nuevo Testamento, entenderán mejor como Cristo, en una aldea, se posesionaría de aquel antiguo idioma y con cuánto deleite se dedicaría al estudio de los pergaminos de la sinagoga o de los manuscritos que él mismo pueda haber tenido. El idioma en que él hablaba y pensaba familiarmente era el arameo, rama del mismo tronco a que pertenecía el hebreo. Tenemos fragmentos de éste en algunos de los dichos memorables de Jesús, tales como: "Talita, cumi", y "Eloi, Eloi, lama sabactani". Por otra parte, tuvo la misma oportunidad de aprender el griego, que un muchacho nacido en Panamá o en Puerto Rico tendría para aprender el inglés, pues Galilea de los gentiles estaba habitada por muchos que hablaban el griego. De modo que él poseyó, probablemente, tres idiomas: uno, el gran idioma religioso del mundo, en cuya literatura estaba profundamente versado; otro, el más perfecto que jamás ha existido para expresar las ciencias y los conocimientos humanos, aunque no tenemos evidencia de que estuviese familiarizado con las grandes obras de literatura griega; y el tercero, el idioma del pueblo al cual con especialidad dirigía sus predicaciones.
Hay pocos lugares donde la naturaleza humana pueda estudiarse mejor, que en un pequeño pueblo o aldea, porque allí se conoce casi totalmente la vida y carácter de sus habitantes. En una ciudad puede verse mayor número de personas, pero con pocas está uno relacionado íntimamente, porque allí sólo la vida exterior es visible; no así en una aldea, donde la vista exterior es reducida, pero la interior es profunda y la espiritual ilimitada. Nazaret era una ciudad notable por su maldad, como puede muy bien inferirse de aquella pregunta proverbial: "¿De Nazaret puede haber algo de bueno?". Jesús no conocía el pecado en su propia alma, pero en la ciudad tenía delante la exhibición completa del tremendo problema del mal con el cual era su misión luchar.




Entraba en contacto íntimo con la naturaleza humana por motivo de su oficio. No cabe duda de que él trabajaba como carpintero en el taller de José. ¿Quiénes podían conocerlo mejor que los que vivían en el mismo lugar y los que, más tarde, admirados por su predicación, exclamaron: "¿No es éste el carpintero?". Sería difícil comprender plenamente la significación del hecho de que de entre todas las condiciones en que Dios pudiera haber colocado a su Hijo, durante su permanencia entre los hombres, escogiese la de un artesano. Este hecho selló con eterno honor el trabajo del obrero. Hizo también que Jesús se familiarizase con los sentimientos de la multitud y le ayudó a conocer lo que es el hombre. Después se dijo que él sabía esto tan perfectamente, que no nece­sitaba que ningún hombre se lo enseñase.
Los viajeros nos dicen que el lugar en donde él creció es uno de los más hermosos de la tierra. Nazaret está si­tuado en un valle apartado, en forma de cuenca, entre las montañas  de  Zabulón,  precisamente en donde éstas descienden al valle de Esdraelón, con el cual está unido por una vereda escarpada y pedregosa. Sus blancas casas. con vides que trepan por las paredes, se medio ocultan entre los huertos y arboledas de olivo, higuera, naranjo y granado. Sus campos están divididos por cercas de cacto, y adornados con flores de diferentes colores. Tras la aldea se levanta una colina de 150 metros de altura, desde cuya cima se disfruta de una de las vistas más hermosas del mundo.   Al norte se ven las montañas de Galilea, y las cumbres del Hermón cubiertas de nieve; al oeste, la cumbre del Carmelo, la costa de Tiro y las relucientes aguas del Mediterráneo; a unas cuantas millas al este, la masa cónica del Tabor; y al sur el llano de Esdraelón con las montañas de Efraín más allá.
La predicación de Jesús nos muestra cuan profunda­mente él había aspirado la esencia de la belleza natural y lo mucho que se había deleitado en los variados aspectos de las estaciones. Fue mientras andaba por estos campos cuando era joven que recogió aquellas hermosas figuras que usaba con tanta abundancia en sus parábolas y discursos. En aquella colina adquirió el hábito de su vida posterior, de retirarse a las montañas para pasar la noche en oración solitaria. Las doctrinas de su predicación no fueron formuladas en el momento de pronunciarlas. Fueron emitidas como una corriente al presentarse la ocasión, pero el agua de ella se había estado recogiendo en un recóndito manantial durante muchos años. Su doctrina la había desarrollado en los campos y en las montañas durante los años de feliz y tranquila meditación y oración.
Debe mencionarse todavía otra influencia educativa. Cada año, después de haber cumplido los doce años, iba con sus padres a Jerusalén, a la fiesta de la Pascua. Afortunadamente tenemos el relato de la primera de estas visitas. Es la única ocasión durante treinta años, en que el velo de lo desconocido se levanta un tanto.  
Todos aquellos que recuerdan su primer viaje de la aldea a la capital de su país, comprenderán el gozo y agitación que debe de haber experimentado Jesús al salir del hogar. Por más de 100 kilómetros el camino atraviesa una región de la cual cada kilómetro rebosaba de recuerdos históricos e inspiradores. El se unió a la creciente caravana de peregrinos que caminaban, llenos de entusiasmo religioso, para conmemorar la gran fiesta eclesiástica del año. Se dirigía hacia una ciudad que cada corazón judío amaba con una intensidad mayor que la que se haya dado jamás a cualquier otra capital. Una ciudad llena de objetos y recuerdos a propósito para tocar las más profundas fuentes de interés y emoción en su alma.
En tiempo de la Pascua la ciudad hervía con forasteros de más de 50 países diferentes, que hablaban otros tantos idiomas y vestían otros tantos trajes diferentes. Jesús tomaba parte, por primera vez, en una solemnidad antigua y llena de recuerdos patrióticos y sagrados. No ha de extrañarnos que cuando llegó el día en que debía volver, estuviese tan excitado con los nuevos objetos de interés, que no se uniese a la compañía en el lugar y tiempo señalados.   Un lugar fascinaba su interés sobre cualquier otro:   el templo, y especialmente la escuela donde enseñaban los maestros de la sabiduría. Su mente rebosaba de preguntas, cuya aclaración podía pedir a aquellos doctores.   Su sed de sabiduría tenía la primera oportunidad para satisfacerse. Allí pues, escuchando a los oráculos de la sabiduría de aquel tiempo y con la excitación pintada en su semblante, le hallaron sus atribulados padres, que volvían con ansiedad para buscarlo, habiéndole echado de menos después de la primera jornada hacia el Norte.
Su respuesta a la pregunta un tanto represiva de su madre, descubre el carácter de su alma en el tiempo de su juventud, y nos deja ver ampliamente los pensamientos que lo ocupaban en las campiñas de Nazaret. Nos muestra que a pesar de su juventud se había elevado ya sobre las masas del pueblo, las que pasan la vida sin preguntarse cuál será la significación o el término de la existencia. Sabía que había de desempeñar una misión divinamente señalada, cuyo cumplimiento debía ser la sola ocupación de su vida. Este fue el pensamiento ardiente de toda su vida posterior. Debiera ser el primero y el último pensamiento de toda vida. En la vida posterior de Jesús vemos que con frecuencia repite en sus predicaciones ese pen­samiento, y por último lo oímos resonar, cual campana de oro, al concluir su obra, en aquellas palabras tan solemnes: " ¡Consumado es!".   Se ha preguntado con frecuencia si Jesús supo siempre que era el Mesías, y en caso contrario, cómo y cuándo le vino este conocimiento; si le fue sugerido al oír a su madre referir la historia de su nacimiento, o si le fue anunciado por inspiración interior. ¿Vino este conocimiento de una sola vez, o gradualmente? ¿Cuándo fue que tomó forma en su alma el plan de su carrera, que llevó a cabo tan resueltamente desde el principio de su ministerio? ¿Fue el lento resultado de años de reflexión, o le vino instantáneamente? Estas preguntas han ocupado la atención de los más eminentes cristianos, y han recibido muy diferentes contestaciones. Y no me atreveré a resolverlas; mucho menos, teniendo delante la respuesta que dio a su madre, me permito pensar en que haya habido un tiempo en que no supiese cuál iba a ser su misión en este mundo.
Sus visitas subsecuentes a Jerusalén deben de haber tenido mucha influencia sobre el desarrollo de su carácter. Si volvió con frecuencia a escuchar y a hacer preguntas a los rabinos de las escuelas del templo, no debe de haber tardado en descubrir cuan superficial era su renombrada sabiduría. Es probable que en estas visitas anuales descubriese la completa corrupción de la religión de aquel tiempo, y la necesidad de una reforma radical tanto en la doctrina como en la práctica, y marcase las prácticas y las personas que más tarde había de atacar con la vehemencia de su indignación sagrada.
Tales fueron las condiciones externas entre las cuales creció Jesús hasta la edad madura. Sería fácil exagerar la influencia que pudiera suponerse que ejercieron sobre su desarrollo. Mientras más grande y original sea el carácter, menos depende de las peculiaridades de su situación. Se alimenta de las fuentes profundas que tiene dentro de sí, y en su germen encierra un tipo que se de­sarrolla según sus propias leyes y que desafía las circunstancias. En otras circunstancias cualesquiera, Jesús hubiera llegado a ser, en todos los puntos esenciales, exactamente la misma persona que llegó a ser en Nazaret.
Vida de Jesucristo por James Stalker

lunes, 4 de julio de 2011

LAS ULTIMAS ETAPAS DE SU PREPARACION

Entre tanto, Aquél que cada uno esperaba conforme a sus miras, estaba en medio de ellos sin que se sospechara su presencia. Difícilmente podían ellos pensar que Aquél que era el objeto de sus meditaciones y oraciones, crecía en el hogar de un carpintero allá en la despreciada Nazaret. Pero así era. Allí estaba, preparándose para su carrera. Su mente estaba ocupada en considerar las vastas proporciones de la obra que tenía por delante, tal como las profecías del pasado y los hechos del presente indicaban; sus ojos estaban fijos en todo el país, y su corazón doliente a causa del pecado y vergüenza de la nación. Sentía moverse dentro de sí las fuerzas gigantescas necesarias para hacer frente al vasto designio; y gradualmente se volvía una pasión irresistible el deseo de salir y dar expresión a los pensamientos que tenía, y de ejecutar la obra que le había sido encomendada.


Jesús no tenía más que tres años para llevar a cabo la obra de su vida. Si tomamos en consideración cuan rápidamente pasan tres años de una vida ordinaria y lo poco que generalmente queda hecho a su fin, comprenderemos cuáles deben de haber sido la grandeza y la calidad de ese carácter, y cuáles la unidad e intensidad de esa vida que en un tiempo tan asombrosamente breve hizo impresión tan honda e indeleble sobre el mundo, y legó a la humanidad una herencia tan valiosa de verdad y de influencia.
Es generalmente admitido que al entrar en la vida pública Jesús tenía una mente cuyas ideas estaban com­pletamente desarrolladas  y  ordenadas, un carácter perfectamente  definido  en todas sus partes, y unos designios que marchaban a su fin sin la menor vacilación.  Durante los tres años no hubo ninguna desviación de la línea que marcó para sí desde el principio.   La razón  de  esto  debe de haber sido que durante los treinta años anteriores a su ministerio público, sus ideas, su carácter, y sus designios pasaron por todos los grados de un desarrollo completo. A pesar del humilde aspecto exterior de su vida en Nazaret, era debajo de la superficie una vida de intensidad, variedad y grandeza.   Bajo su silencio y retiro se verificaron todos los grados de un crecimiento que dio nacimiento a la magnífica flor y fruto que todos los siglos contemplan con admiración. Su preparación duró mucho tiempo.    Para uno que poseía facultades como las de que él disponía, treinta años de reticencia y reserva absolutas fueron largo tiempo. En su vida posterior él no desplegó otro rasgo característico mayor que su grandiosa reserva en palabra y obra. Esto también lo aprendió en Nazaret.  Allí esperó hasta que sonara la hora de su preparación completa. Nada podía tentarlo a que saliera antes de su tiempo, ni el ardiente deseo de intervenir con protesta indignada en la escandalosa corrupción de la época, ni las creces de su pasión de hacer bien a sus semejantes.
Pero al fin arrojó de sí la herramienta del carpintero, dejó a un lado el vestido de trabajador, y se despidió de su hogar y del querido valle de Nazaret. Pero faltaba algo todavía. Su carácter, aunque en secreto había crecido hasta adquirir tan nobles proporciones, necesitaba toda­vía una preparación especial para la obra que tenía que hacer; y sus ideas y designios, a pesar de estar muy madu­ros ya, necesitaban ser solidificados por el fuego de una importante prueba. Aún faltaban los últimos dos incidentes de su preparación: el bautismo y la tentación.

sábado, 4 de junio de 2011

EL BAUTISMO DE JESUS

Jesús no vino ante la nación, de su retiro de Nazaret, sin una nota de aviso. Puede decirse que su obra fue comenzada antes de que él pusiera mano a ella.




Una vez más, antes de oír la voz de su Mesías, la nación había de escuchar la voz de la profecía, callada durante tanto tiempo. Por todo el país corrían nuevas de que en el desierto de Judea había aparecido un predicador; no como los que repetían en las sinagogas las ideas de hombres ya muertos, ni como los cortesanos y lisonjeros maestros de Jerusalén, sino un hombre rudo y fuerte, que hablaba de corazón a corazón, con la autoridad de uno que está seguro de su inspiración.

Juan había sido nazareno desde su nacimiento; había vivido años enteros en el desierto, vagando en comunión con su propio corazón por las solitarias riberas del Mar Muerto. Vestía el manto de pelo y el cinto de cuero de los antiguos profetas, y su rigor ascético no buscaba ali­mento más delicado que langostas y miel silvestre que hallaba en el desierto. Sin embargo, conocía bien lo que es el hombre. Estaba informado de todos los males de la época, de la hipocresía de los partidos religiosos, y de la corrupción de las masas; poseía un poder maravilloso para escudriñar el corazón y conmover la conciencia, y sin temor alguno descubría los pecados favoritos de todas las clases sociales.

Pero lo que más llamó la atención hacia él, e hizo vibrar todo corazón judaico de un cabo del país al otro, era el mensaje que traía. Este no era otra cosa que manifestar que estaba para venir el Mesías, y que iba a establecer el reino de Dios. Toda Jerusalén salía a él. Los fariseos estaban ansiosos de oír las nuevas mesiánicas, y aun los saduceos fueron despertados momentáneamente de su letargo. Multitudes venían de las provincias para oír su predicación, y los esparcidos y ocultos individuos que ansiaban y oraban por la redención de Israel se congregaban para dar la bienvenida a la conmovedora promesa.

Pero a la vez que este mensaje, Juan traía otro, que en diferentes almas despertaba muy diferentes sentimientos. Decía a sus oyentes que la nación en general no estaba preparada para recibir al Mesías; que el simple hecho de descender de Abraham no sería motivo suficiente para que fuesen admitidos a su reino, sino que había de ser un reino de justicia y de santidad, y que la primera obra de Cristo sería rechazar a todos aquellos que no fuesen caracterizados por estas cualidades, así como el agricultor arroja con su aventador la paja y el hortelano corta todo árbol que no da fruto. Por esto llamaba a la nación en general—a toda clase y a todo individuo—al arrepentimiento, mientras todavía había tiempo, como una preparación indispensable para gozar de las bendiciones de la nueva época. Como signo externo de este cambio interior, bautizaba en el Jordán a todos aquellos que recibían con fe su mensaje. Muchos fueron movidos por el temor y la esperanza y se sometieron al rito, pero eran muchos más los que se irritaban por la exposición de sus pecados y se retiraban llenos de ira e incredulidad. Entre éstos estaban los fariseos hacia los cuales él era especialmente severo, y quienes se ofendieron hondamente porque él tenía en tan poco aprecio la descendencia de Abraham a la cual ellos daban tanta importancia.

Un día apareció entre los oyentes del Bautista, uno que llamó su atención de una manera especial, e hizo temblar su voz que nunca había vacilado mientras denun­ciaba en lenguaje enérgico a los más elevados maestros y sacerdotes de la nación. Y cuando éste se presentó, después de concluido el discurso, entre los candidatos para el bautismo, Juan retrocedió. Comprendía que a éste no correspondía el baño de arrepentimiento que no vacilaba en aplicar a todos los otros, y que él mismo no tenía derecho para bautizarlo. Había en el semblante del candidato una majestad, una pureza, una paz, que hirió a este hombre duro como una roca, con un sentimiento de indignidad y de pecado. Era Jesús, que había venido directamente acá, de la carpintería de Nazaret.

Parece que Juan y Jesús no se habían visto antes, aunque sus familias tenían parentesco, y la conexión entre sus carreras había sido predicha antes de su naci­miento. Esto puede haber sido debido a la distancia entre sus respectivos hogares en Galilea y en Judea, y aún más a los hábitos peculiares de Juan. Pero cuando, obedeciendo al mandato de Jesús, procedió Juan a la administración del rito, llegó a entender la significación de la abrumadora impresión que el desconocido había hecho sobre él; porque le fue dado el signo por el cual, como Dios le había indicado, había de conocer al Mesías, de quien él era precursor. El Espíritu Santo descendió sobre Jesús, al tiempo que salía del agua en actitud de oración, y la voz de Dios en el trueno lo anunció como su Hijo amado.

La impresión hecha en Juan por la simple mirada de Jesús revela mucho mejor que lo que harían muchas palabras, cuál era su aspecto cuando iba a comenzar su obra, y las cualidades del carácter que había estado madurándose en Nazaret hasta su perfecto desarrollo.

El bautismo mismo tenía una significación importante para Jesús. Para los demás candidatos que lo recibieron, el rito tenía un significado doble. Indicaba el abandono de sus pecados anteriores, y su entrada en la nueva era mesiánica. Para Jesús no podía tener la primera de estas significaciones, sino en tanto que él se hubiera identificado con su nación, adoptando este modo de expresar su convicción de la necesidad que ella tenía de ser purificada. Pero significaba que también estaba ya entrando por esta puerta a la nueva época de la cual él mismo iba a ser el autor. Este acto expresaba su idea de que había llegado el tiempo en que debía abandonar las ocupacio­nes de Nazaret y dedicarse a su obra especial.

Pero aun más importante fue el descenso del Espíritu Santo sobre él. No era ésta una vana manifestación, ni simplemente una indicación para el Bautista. Era el símbolo de un don especial, dado entonces, para prepararlo para su obra, y para culminación del prolongado desarrollo de sus facultades peculiares.

Es una verdad que se olvida con frecuencia, que el carácter humano de Jesús dependía, desde el principio hasta el fin, del Espíritu Santo. Estamos inclinados a imaginarnos que la conexión entre este carácter y la naturaleza divina hacía esto innecesario. Al contrario, lo hacía mucho más necesario, porque para ser órgano de su naturaleza divina, su naturaleza humana debía estar investida de dones supremos, y sostenida constantemente por el ejercicio de ellos. Estamos acostumbrados a atribuir la sabiduría y gracia de sus palabras, su conocimiento sobrenatural aun de los pensamientos de los hombres, y los milagros que hacía, a su naturaleza divina. Pero en los Evangelios tales prerrogativas se atribuyen constante­mente al Espíritu Santo. Esto no significa que eran independientes de su naturaleza divina, sino que en ellos su naturaleza humana fue capacitada mediante un don especial del Espíritu Santo, para ser el instrumento de su naturaleza divina. Este don le fue dado en su bautismo. Era análogo al posesionamiento de los profetas, tales como Isaías y Jeremías, por el Espíritu de inspiración en aquellas ocasiones de que han dejado el relato, en que fueron llamados a iniciar su vida pública. Es análogo también al derramamiento especial de la misma influen­cia que reciben a veces en su ordenación, aquellos que van a comenzar la obra de su ministerio. Pero a él le fue dado sin medida, mientras que a otros siempre ha sido dado sólo en cierta medida; y comprendía especialmente el don de poderes milagrosos.

miércoles, 4 de mayo de 2011

TENTACION DE JESUS

Un efecto inmediato de esta nueva investidura parece haber sido el que experimentan con frecuencia, en menor grado, otros que en su pequeña medida han recibido el mismo don del Espíritu para alguna obra. Todo su ser fue conmovido con respecto a su obra. Su anhelo de ocuparse de ella fue elevado al punto más alto, y sus pen­samientos se ocuparon intensamente de los medios por los   cuales  la   había   de   llevar  a  cabo.


 Aunque su preparación para su obra había durado muchos años, aunque su corazón estaba puesto en ella, y el plan de su vida estaba claramente definido, era natural que cuando se dio la señal de comenzarla inmediatamente, y se sintió repentinamente poseído de los poderes sobrenaturales necesarios para ejecutarla, se presentaron en tumulto a su mente innumerables pensamientos y sentimientos, y que buscara un lugar solitario en donde reflexionar una vez más sobre toda la situación. Por tanto, se retiró apresuradamente de las riberas del Jordán y fue impulsado al desierto, según se nos dice, por el Espíritu que acababa de serle dado. Allí, por cuarenta días vagó entre arenales y montañas áridas, estando su mente tan absorbida con las emociones e ideas que se amontonaban sobre él que se olvidó aun de comer.

Pero nos causa sorpresa y asombro cuando leemos que durante estos días su alma era escenario de una terrible lucha. Se nos dice que fue tentado por Satanás. ¿Con qué podría él ser tentado, en momentos tan sagrados?

Para entender esto es menester recordar lo antes dicho del estado de la nación judaica, y especialmente sobre la naturaleza de las esperanzas mesiánicas que abrigaban. Esperaban a un Mesías que obrara maravillas deslumbrantes y estableciera un imperio que abarcara todo el mundo, con Jerusalén como su centro, y habían puesto en segundo término las ideas de justicia y santidad. Invirtieron por completo el concepto divino del reino que no podía menos que dar a los elementos espirituales y morales la preferencia sobre las consideraciones materiales, morales y políticas. Ahora bien, lo que tentó a Jesús fue ceder en algo a estas esperanzas, al ejecutar la obra que su Padre le había encomendado. Debe de haber previsto que de no hacerlo así, era probable que la nación, viendo frustradas sus esperanzas, se apar­tara de él con incredulidad e ira.

Las diferentes tentaciones no fueron más que modificaciones de este mismo pensamiento. La sugestión de que cambiara las piedras en pan para satisfacer su hambre era una tentación a hacer uso del poder de milagros de que acababa de ser dotado, para un objeto inferior a aquellos para los cuales le fue conferido. Esta tentación fue precursora de otras en su vida posterior, tales como cuando la multitud pedía una señal, o que descendiera de la cruz para que pudieran creer en él.

Es probable que la sugestión de que se arrojara del pináculo del templo fuera también una tentación a condescender con el deseo del vulgo de ver maravillas, porque era parte de la creencia popular que el Mesías aparecería repentinamente y de una manera maravillosa; tal como, por ejemplo, si saltara del pináculo del templo para caer en medio de las multitudes congregadas abajo.

Es claro que la tercera y principal tentación, la de ganarse el dominio de todos los reinos del mundo por un acto de homenaje al maligno, no fue más que un símbolo de obediencia al concepto universal de los judíos de que el reino venidero había de ser una vasta estructura de fuerza material. Era una tentación tal como la que todo obrero de Dios, fatigado con el lento progreso de la justicia, debe de sentir con frecuencia, y a la cual personas aun de las mejores y más sinceras han cedido a veces; una tentación a comenzar por fuera en vez de comenzar por dentro, a hacer primero una gran armazón de conformidad externa con la religión, y llenarla des­pués con la realidad. Fue la tentación a que sucumbió Mahoma cuando hizo uso de la espada para sojuzgar a aquellos a quienes después iba a dar la religión, y a la que sucumbieron los jesuitas cuando bautizaban a los paga­nos primero y los evangelizaban después.

Nos causa asombro pensar en que se presentaran semejantes sugestiones a la santa alma de Jesús. ¿Podía ser tentado él a desconfiar de Dios y aun a adorar al maligno? No hay duda de que estas tentaciones fueron arrojadas de él como las imponentes olas se retiran, hechas pedazos, del seno de la peña sobre la que se han arrojado. Pero estas tentaciones pasaron sobre él no sólo en esta ocasión, sino muchas veces antes en el valle de Nazaret, y frecuentemente después en las luchas y crisis de su vida. Debemos tener presente que no es pecado el ser tentado, que sólo es pecado ceder a la tentación. Y de hecho, cuanto más pura sea el alma tanto más doloroso será el aguijón de la tentación al buscar entrada en su pecho

Aunque el tentador se apartó de Jesús sólo por algún tiempo, fue ésta la lucha decisiva; fue completamente derrotado y su poder destruido de raíz. Milton ha indicado esto concluyendo en este punto el Paraíso Restaurado. Jesús salió del desierto con el plan de su vida, formado sin duda mucho antes, endurecido por el fuego de la prueba. Nada es más notable en su vida posterior que la resolución con que llevaba a cabo este plan. Otros hombres, aun aquellos que han ejecutado grandes obras, no han tenido a veces ningún plan definido, y sólo han visto gradualmente, en la evolución de las circunstancias, el camino que debían seguir. Sus propósitos han sido modificados por los eventos y por los consejos de otros. Pero Jesús principió con su plan perfeccionado, y nunca se desvió de él ni en el grueso de un cabello. Rechazó la intervención en este plan de su madre y de su discípulo principal, tan resueltamente como lo sostenía bajo la furibunda oposición de sus enemigos declarados. Y su plan era establecer el reino de Dios en el corazón de cada hombre, y poner su confianza no en las armas de fuerza política y material sino en el poder del amor y en la fuerza de la verdad.

 
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